La nieve sandía

En algunas zonas de montaña, el manto de nieve o la superficie de los glaciares adopta un color rosa, debido a la presencia de un alga. Esta nieve recibe el nombre de nieve sandía.

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Nieve de color rosa en la isla Petermann, Antártida. Crédito: Ralph Lee Hopkins.

En determinadas zonas de montaña, la nieve adquiere una llamativa tonalidad rosácea sobre la que se han venido especulando diferentes causas a lo largo de la historia. Encontramos las primeras referencias a la nieve rosa en el siglo IV a. C., de la mano de Aristóteles.

Hay varias causas, de distinta naturaleza, que pueden dotar a la nieve de ese exótico color. Una de ellas es debida a la iluminación que la nieve puede recibir del cielo. En determinados momentos crepusculares –antes de la salida del sol y después de la puesta–, la atmósfera adopta un color rosado, que se refleja en la nieve que hay depositada en el suelo. Otras veces, lo que ocurre es que los copos de nieve o las gotas de lluvia que se forman en presencia de calima, al incorporar partículas sólidas de color rojizo (habitualmente polvo del desierto) y precipitar sobre un manto de nieve de color blanco inmaculado, lo van tiñendo de trazas de color rosado o rojizo.

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Primer plano de la nieve rosa, de aspecto similar a un granizado de pulpa de sandía.

La nieve rosa a la que dedicamos esta entrada tiene un aspecto similar a la pulpa de una sandía, y su origen es debido a una causa muy distinta. Los montañeros y naturalistas de distintas épocas que se toparon con ella, plantearon diferentes teorías sobre el origen del misterioso pigmento rosáceo. Algunos pensaban que se trataba de una especie de jugo procedente de la oxidación de las rocas sobre las que se asentaba la nieve. En 1778, el geólogo suizo y padre del alpinismo Horace Bénédict de Saussure (1740-1799), en una de sus escaladas por los Alpes, encontró nieve rosa y especuló que el tinte era debido a un hongo. No andó muy desencaminado, pues algunas décadas más tarde, ya metidos en el siglo XIX, se relacionó esa pigmentación tan peculiar con la presencia de un alga microscópica llamada Chlamydomonas nivalis.

Hoy en día, se sabe que hay más de 350 clases de algas capaces de prosperar en agua congelada (nieve y glaciares) y de soportar las duras condiciones meteorológicas de la alta montaña. Durante el período invernal, de intenso frío y poca luz, estas algas rojas permanecen aletargadas, sin actividad, pero con la llegada de la primavera despiertan y las colonias de Chlamydomonas nivalis empiezan a expandirse con rapidez. Su color es debido a una sustancia llamada astaxantina, que contiene la envoltura gelatinosa que las envuelve. Dicho pigmento rojo las protege de la peligrosa radiación ultravioleta y es el encargado de teñir de rosa la nieve.

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Nieve sandía (watermelon snow) en una zona de montaña, fotografiada en 2009. Crédito: Bryant Olsen.

La coloración rosácea no se manifiesta en la nieve recién caída, sino que se requiere un aplastamiento de ésta, tal y como ocurre en los neveros, donde la nieve va quedando prensada con el paso del tiempo, o en las marcas de las pisadas que los montañeros dejan a su paso. En 2017, unos investigadores de la Universidad de Alaska comprobaron por primera vez cómo esas algas, al oscurecer la superficie de algunos glaciares, contribuyen a acelerar su fusión, con la consecuente pérdida de hielo y contribución a la subida del nivel del mar. Dicho mecanismo no era tenido en cuenta hasta ahora en los modelos climáticos.