Entre piedras anda el tiempo
En Meteorología es común aludir a piedras de muy distinta naturaleza. En este post hablaremos de algunas de ellas, como las piedras de granizo, las que forman los rayos en el suelo y las piedras del hambre.
Las alusiones a las piedras son frecuentes en un contexto meteorológico, si bien la naturaleza de las mismas y su origen pueden ser muy diferentes. Una de las que más se habla es la piedra de granizo, llamada “pedrisco” cuando tiene un gran tamaño o directamente “piedra”. Los granizos se forman en el interior de las nubes tormentosas, aunque no siempre llegan a suelo como tales. Se requiere un cumulonimbo de gran desarrollo vertical, en cuyo crecimiento hayan intervenido intensas corrientes ascendentes de aire, para que el tamaño que alcancen los granizos sea lo suficientemente grande con tal de que no lleguen a fundirse o evaporarse por completo en su caída desde la nube.
Si los granizos no exceden de 1 cm de diámetro o algo más como mucho, esas pequeñas bolitas no reciben el calificativo de piedra o pedrisco. Es sólo en las fuertes granizadas cuando se llegan a formar granizos de varios centímetros de diámetro, alcanzando a veces tamaños considerables: avellana, nuez, pelota de ping-pong, bola de billar, naranja… La violencia con la que se desatan las tormentas en las que se forman estas piedras de hielo de gran calibre, lleva implícita un zarandeo tan grande de los granizos dentro de la nube de tormenta que, con frecuencia, se producen choques entre ellos, aplastándose y uniéndose algunos, y llegando al suelo piedras de forma amorfa, fruto de esos avatares.
Sin abandonar las tormentas, los rayos al impactar en los suelos arenosos también forman piedras, que normalmente quedan bajo tierra, aunque a veces llegan a quedar al descubierto. Estas curiosas formas pétreas reciben el nombre de fulguritas, una palabra cuyo origen etimológico es el término en latín fulgur, que significa justamente rayo o relámpago. Se trata de una estructura tubular de sílice vitrificada –también conocida como “tubo de rayo” – que es consecuencia de la fusión de los granos que forman la arenisca al impactar el rayo, seguida de un rápido enfriamiento. La intensa descarga eléctrica es capaz de elevar la temperatura en apenas unos milisegundos hasta alcanzarse del orden de los 4.000 ºC.
Las fulguritas suelen adoptar formas ramificadas, que recuerdan a la raíz de una planta, de manera similar a la forma que tiene el rayo de recorrer el cielo, y presentan distintos colores, como el gris, el pardo, el verde, el negro… en función de cuál sea la composición de la arena. No hay que confundir estas estructuras pétreas con las bautizadas como “piedras de rayo”, que no son más que piedras pulimentadas que fabricaron nuestros ancestros en el Neolítico. Las usaban como objeto punzante, y según fueron encontradas en diferentes lugares, en muchos casos se interpretaron, erróneamente, por los lugareños como fulguritas; es decir, piedras originadas por impactos de rayo, siendo consideradas amuletos.
La tercera piedra con la que nos tropezamos en el camino emprendido al leer este post está ligada a las sequías. Algunas piedras situadas en los lechos de los ríos, habitualmente sumergidas, han sido, históricamente, utilizadas para efectuar en ellas inscripciones cuando, debido a una intensa sequía, han quedado al descubierto. Los mensajes escritos en ellas son inquietantes, ya que advierten de las calamidades (hambre, enfermedades, muerte...) que le vienen encima al lector de la inscripción, pues eso significa que está viviendo una sequía tanto más intensa que la que vivió el escribiente.
Estas piedras inscritas reciben el nombre de hungerstein (“piedra del hambre”, en alemán) y están diseminadas en los cauces de los principales ríos de Europa Central. Varias de ellas quedaron al aire en el río Elba el pasado verano, como consecuencia del importante descenso del caudal que experimento ese río que cruza la República Checa y Alemania, debido a la sequía que padecieron amplias zonas del Viejo Continente. “Cuando me veas, llora”, aparece escrito en una de las inscripciones que quedaron al descubierto al paso del río por la ciudad checa de Děčín, datada en el año 1616. Otras que hay documentadas se remontan al siglo XV, que es cuando se empezó con esa práctica.