El comercio de la nieve
Durante la Pequeña Edad de Hielo -entre los siglos XVI y XIX-, la abundancia de nieve en las montañas posibilitó que floreciera el comercio de la nieve y el consumo de bebidas frías durante los meses de verano.
Aunque podamos pensar que el consumo de refrescos, bebidas frías y helados para calmar la sed y el intenso calor estival es algo relativamente moderno, surgido a raíz de la aparición de las neveras y congeladores en nuestras casas y de la fabricación de hielo industrial, lo cierto es que mucho antes de la invención de la electricidad y de las máquinas que permiten enfriar y congelar bebidas y alimentos, ya pudimos disfrutar de ellas, gracias al llamado comercio de la nieve. La disponibilidad de hielo durante todo el año, incluidos los calurosos meses de verano, se remonta muy atrás en el tiempo.
Existen referencias de que en Mesopotamia, hace unos 4.000 años, usaban hielo que previamente habían obtenido prensando nieve recogida en montañas alejadas de las ciudades. El uso de hielo de origen natural, tanto con fines curativos como para mantener bebidas frías, está bien documentado en las culturas griega y romana, si bien el comercio de la nieve no se convirtió en una actividad importante hasta el siglo XVI, coincidiendo con el inicio en Europa de la “Pequeña Edad de Hielo” (PEH). En los dos siglos posteriores –XVII y XVIII– alcanzó su máximo desarrollo, iniciando su declive a mediados del siglo XIX, coincidiendo con la invención de las primeras máquinas que fabricaban hielo.
Las abundantes nevadas invernales que tenían lugar durante la PEH, dieron el impulso definitivo al singular comercio de la venta de hielo. En aquel período tan frío de la historia se construyeron miles de pozos de nieve –también conocidos como neveras o cavas, entre otras denominaciones– en zonas de montaña no excesivamente alejadas de los núcleos de población. Después de producirse una gran nevada, se ponía en marcha un complejo operativo que involucraba a decenas de operarios, especializados en distintas tareas. Se desplazaban hasta cada pozo y allí recogían grandes cantidades de nieve y la portaban a la espalda hasta la puerta de entrada, la arrojaban dentro, se compactaba y de iban acumulando capas separadas entre sí por un lecho de paja u otros materiales aislantes, con el fin de conservar lo mejor posible el hielo allí depositado.
Hacia el mes de abril, cuando los rigores invernales ya habían tocado a su fin, las cuadrillas subían a los pozos, acompañados de mulas, y se procedía a la delicada operación de extraer el hielo. Se cortaba en bloques de tamaño adecuado, que se envolvían en tela de saco y se cargaban a lomos de las mulas. Estos animales –a veces se empleaban caballos– eran los encargados de trasladar el hielo hasta las ciudades, donde quedaba almacenado en unas casas o lonjas de hielo y desde ahí se distribuía a los distintos puntos de venta, a pie de calle.
Ese hielo traído de las montañas posibilitó el floreciente negocio de las bebidas refrescantes. A finales del siglo XVI y sobre todo en el XVII, el consumo de refrescos se volvió muy popular, extendiéndose entre gran parte de la población, algo que hasta ese momento había quedado restringido a las clases sociales más altas. En el siglo XVIII, en España era común la ingesta de bebidas frías en verano como la aloja (hecha a base de agua, miel y especias), el agua de cebada y la horchata de chufas. Había establecimientos y vendedores ambulantes que ofrecían estos refrigerios. La llegada del hielo industrial y los refrigeradores acabó con el comercio de la nieve, permitiendo que cualquier persona pudiera enfriar bebidas y alimentos en su propia casa.