Origen y evolución del anemómetro
El viento fue la primera variable meteorológica que se midió con instrumentos. Primero se inventó la veleta, en la época clásica, para determinar el rumbo, y bastante después, en el siglo XV, apareció el anemómetro, evolucionando desde entonces hasta nuestros días.
El viento fue la primera variable meteorológica que se midió con instrumentos. El hecho de que para caracterizarla se requieran dos medidas (rumbo e intensidad), hizo que se desarrollaran de manera independiente los dispositivos destinados a proporcionar los registros de ambas. Tomó la delantera la veleta frente al anemómetro, al que dedicaremos el presente artículo. Las referencias más antiguas de veletas nos trasladan a la época clásica.
Suele indicarse que la primera veleta de la historia fue la que –de bronce y representando al dios Tritón– coronaba la Torre de los Vientos de Atenas (construida en el Ágora romana, en el siglo I a. C). Sin embargo, en el Faro de Alejandría (erigido dos siglos antes) se piensa que algunas de las estatuas de bronce que integraban la construcción cumplían idéntica función.
La invención del anemómetro no tuvo lugar hasta el siglo XV, siempre y cuando obviemos un ingenio mucho más antiguo que construyeron los mayas hace algo más de 3.000 años, y que, de forma muy rudimentaria, pudo servir para proporcionarles información sobre la intensidad que alcanzaba el viento en un momento dado. El dispositivo estaba formado por una especie de canasta dividida en compartimentos concéntricos, sobre la que se dejaban caer unas pequeñas bolas desde un depósito situado a cierta altura sobre su parte central. En función de la fuerza del viento, las bolitas caían en lugares situados más o menos alejados del centro, lo que permitía deducir su intensidad.
Volviendo al siglo XV –concretamente hacia 1450–, encontramos referencias a la invención de un instrumento que fue el primero en su género y que dio el pistoletazo de salida a la anemometría. Debemos su invención al polifacético arquitecto italiano Leon Battista Alberti. Diseñó y construyó un anemómetro mecánico, de placa basculante, como el que aparece dibujado en la figura anexa. Algunos años más tarde –entre 1480 y 1500– Leonardo da Vinci (1452-1519), en uno de sus famosos códices, dibujó el esquema de un dispositivo similar, tanto con función de anemómetro como de veleta.
Se atribuye, erróneamente, la invención del anemómetro a otros sabios renacentistas, como al mismísimo Galileo Galilei (1564-1642) o al médico Santorio Santorio (1561-1636); incluso a personajes de años posteriores, como el científico inglés Robert Hooke (1635-1703) o el físico y profesor de la Universidad de Padua Giovanni Poleni (1683-1761). Si bien el citado anemómetro de placa basculante siguió perfeccionándose, el sistema inventado por Alberti no conseguía resolver un problema inherente a la naturaleza del viento: su rafagosidad.
La turbulencia del aire en las cercanías de la superficie terrestre provocaba golpes bruscos de presión sobre la placa, lo que impedía obtener un registro continuo y fiable de la intensidad alcanzada por el viento. A pesar de las limitaciones del instrumento, el físico y meteorólogo suizo Heinrich Wild (1833-1902) consiguió que el anemómetro de placa basculante fuera homologado en el Congreso Meteorológico Internacional de Viena, celebrado en 1873. Casi 30 años antes, había surgido un nuevo tipo de anemómetro que revolucionó la medición de la intensidad del viento.
El anemómetro de cazoletas
El salto cualitativo en la anemometría llegó en 1845, de la mano del clérigo británico, astrónomo y físico J. Thomas Rommey Robinson (1792-1882); director durante una larga etapa del Observatorio Astronómico de Armagh, en la actual Irlanda del Norte. A él le debemos la invención del anemómetro de cazoletas. El reverendo Robinson diseñó uno formado por cuatro copas hemisféricas montadas sobre dos brazos horizontales que formaban un aspa, que giraban libremente –a merced del viento– alrededor de un eje vertical. El flujo de aire, con independencia de la dirección en la que soplase, movía las copas, y bastaba con contar las vueltas que daban durante un intervalo de tiempo dado, para determinar cuál era la velocidad media del viento.
El anemómetro de cazoletas o rotacional se conoce también como “anemómetro Robinson”, en honor a su inventor. Al igual que le pasó al de placa basculante, con el paso del tiempo fue perfeccionándose. En 1926, el meteorólogo canadiense John Patterson (1872-1956) desarrolló el anemómetro de 3 copas, tazas o cazoletas, que es el que se sigue usando en la actualidad. Patterson descubrió que eliminando una copa se reducía el error en la lectura del instrumento, respondiendo más rápidamente a las ráfagas que el anemómetro de 4 copas. Desde entonces, se han seguido introduciendo mejoras, si bien fueron apareciendo otros anemómetros basados en distintos principios físicos.
Anemometría moderna
En los observatorios meteorológicos convive en la actualidad el clásico anemómetro de cazoletas –acoplado en la mayoría de los casos a una veleta– con otros más modernos, como el de filamento caliente o el anemómetro sónico. Para medidas de campo, también se emplean los de mano y los digitales basados en tecnología láser. El anemómetro de hilo caliente, tal y como se deduce por su nombre, lo compone un filamento metálico que se calienta a una temperatura sensiblemente superior al del aire circundante. La existencia de una relación conocida entre la velocidad del viento y la resistencia eléctrica del hilo caliente, permite determinar con precisión la primera.
Los anemómetros sónicos o ultrasónicos, como el de la fotografía que acompaña estas líneas, están basados en la emisión de pulsos de ultrasonidos entre distintas parejas de transductores (conversores de pequeñas cantidades de energía). La duración que tardan los pulsos entre los distintos pares varía en función de la velocidad del viento. Midiendo con precisión las variaciones de esos lapsos de tiempo se va registrando la intensidad del viento. Una de las ventajas de este tipo de anemómetros sobre los de cazoletas, es que al no disponer de partes móviles son más resistentes a largas permanencias a la intemperie. Lo ideal en los observatorios es disponer de anemómetros de distintos tipos, para aprovechar así las ventajas de unos sobre otros en determinados aspectos.