Los arcoíris en los paisajes pictóricos: el error que cometió Rubens

En las pinturas de paisaje encontramos algunos arcoíris. No faltan entre ellos los arcoíris dobles, aunque en muchos casos el orden de los colores no aparece bien representado.

El arcoíris, otoño, Catskills
El arcoíris, otoño, Catskills (c. 1880-1890). Pintura de Worthington Whitteredge. © Museo Nacional Thyssen Bornemisza.

El arcoíris es uno de los fenómenos naturales de mayor belleza, que más llama nuestra atención cuando tenemos la oportunidad de observar uno. Se da, además, la circunstancia de que es relativamente frecuente, por lo que a lo largo de nuestras vidas son bastantes las veces en que podemos disfrutar del bonito espectáculo de luz y color que despliega ante nosotros.

Este fenómeno óptico atmosférico no ha pasado desapercibido por los pintores de todas las épocas y estilos. A pesar de su fugacidad, lo encontramos pintado en algunos paisajes. Aunque todos sabemos enumerar de carrerilla los siete colores que lo componen (una simplificación de la realidad, ya que en un continuum), cuando nos fijamos en los arcoíris retratados, comprobamos cómo algunos artistas han cometido algunos deslices y licencias al representarlo.

El cuadro que encabeza este artículo (El arcoíris, otoño, Catskills), del pintor estadounidense Worthington Whittredge (1820-1910), tiene al arcoíris como elemento principal. Llaman la atención en el lienzo los vivos colores del otoño, los tonos rojos de las hojas de algunos árboles y los verdes de otros y del terreno, intensificados tras la lluvia ocurrida minutos antes en ese paraje.

Deducimos esto último por la presencia del arcoíris en el cielo, ya que suele aparecer cuando deja de llover y comienza a lucir el sol, incidiendo la luz sobre la cortina de gotas de lluvia que queda frente al observador, con el disco solar situado a sus espaldas.

En la porción de arcoíris representada en el cuadro, no aparece su habitual despliegue de colores. Este detalle seguramente es debido a que Whittredge no quiso desviar en exceso la atención del espectador hacia el fenómeno óptico, dado que su máximo interés era la representación del bosque, su policromía y el ambiente de serenidad y armonía asociado al mismo.

Arcoíris secundarios irreales

Si visitas el Museo del Prado, tendrás ocasión de contemplar un arcoíris doble en el cuadro Paisaje con Psique y el águila de Júpiter, pintado en 1610 por el paisajista flamenco Paul Bril (1554-1640) y reelaborado por Pedro Pablo Rubens (1577-1640), dos décadas después. El doble arcoíris, generado por la cascada que aparece pintada en el lado derecho, se lo debemos a este último pintor.

Paisaje con Psique y el águila de Júpiter
Paisaje con Psique y el águila de Júpiter (1610 y c. 1630). Paul Bril y Pedro Pablo Rubens. © Museo Nacional del Prado

Rubens comete un error al representar el arcoíris superior –secundario–, cuya formación es debida a la segunda reflexión interna que sufre la luz en el interior de las gotas de agua. Si bien aparece representado más tenue que el arcoíris inferior (el principal) –lo que se corresponde con la realidad–, mantiene los colores en idéntico orden, cuando deberían aparecer invertidos.

En el arcoíris secundario la franja de color rojo no es la exterior sino la interior, por lo que ese segundo arcoíris pintado por Rubens es antinatural. El genial pintor barroco, uno de los grandes maestros de la pintura universal no fue lo suficientemente fino a la hora de representar el bello fenómeno óptico atmosférico.

Granja en el pueblo de Spejlsby on Mon
Granja en el pueblo de Spejlsby on Mon (1810). Pintura de Christopher Wilhem Eckersberg. © The Kunsthalle zu Kiel.

Le ocurrió justamente lo mismo al pintor romántico danés Christopher Wilhem Eckersberg (1783-1853). En su obra Granja en el pueblo de Spejlsby on Mon, pintada en 1810, la escena está dominada por un gran arcoíris doble. En este caso, “el padre de la pintura danesa” sí que pinta el arcoíris principal con gran realismo, empleando para ello los famosos siete colores, en el orden correcto (rojo, anaranjado, amarillo, verde, azul, añil y violeta) pero repite la operación en el secundario, incurriendo en el mismo error que Rubens.

El buen ojo de Constable

A la vista de los anteriores ejemplos, podríamos pensar que todos los pintores han caído en la trampa que plantea el escurridizo arcoíris secundario, ya que suele verse tan tenue, con los colores tan difuminados, que es fácil pasar por alto que el orden de los colores es el inverso al que presenta el principal.

Si hay un pintor que prestó atención a los elementos atmosféricos, en particular a las cambiantes nubes, ese fue el paisajista inglés John Constable (1776-1837). En 1819 se mudó con su mujer a Hampstead Heath, en el norte de Londres (uno de los parques más antiguos y grandes de la ciudad), donde llevó a cabo sus famosos estudios de nubes, durante los años 1821 y 1822.

Hampstead Heath con un arcoíris
Hampstead Heath con un arcoíris (1836). Pintura de John Constable © Tate Britain

Un año antes de morir, en uno de los paisajes que pintó allí, en Hampstead Heath, inmortalizó un doble arcoíris. Aparece un sector no muy grande tanto del arcoíris principal como del secundario. No los pintó con vivos colores. Las nubes son las protagonistas de la escena. Constable logró, como ningún otro pintor, que nos transmitan su movimiento, los cambios constantes a los que están sometidas.

En esta pintura, no escapó tampoco a su atenta mirada el orden correcto de los colores del doble arcoíris. Como podemos comprobar, en el secundario la tonalidad rojiza aparece en su parte inferior, justo al revés que en el principal. Un detalle como este sólo está al alcance de un gran observador meteorológico como fue John Constable, quien se autodefinía como “el hombre de las nubes” (extensible a los arcoíris).