Las nubes algodonosas de Magritte
En la vasta producción del pintor surrealista belga René Magritte no faltan nubes algodonosas (cúmulos de buen tiempo), que el artista incluye en sus cuadros como objetos cotidianos. Las sitúa con frecuencia en situaciones imposibles, consiguiendo así una reacción de asombro en el espectador.
Solemos identificar la obra de un pintor con algún elemento recurrente, que lo distingue de los demás. En el caso del pintor surrealista belga René Magritte (1898-1967), encontramos en su iconografía bombines, manzanas, pipas, pájaros… y también nubes. Las nubes que pinta Magritte son uno de los objetos cotidianos que introdujo en sus cuadros; se trata en la mayoría de los casos de cúmulos de buen tiempo: la típica nube de algodón que nos viene a la cabeza cuando nos piden que pensemos en una nube, o la que dibuja un niño cuando se lo pedimos.
Bajo el título “La máquina Magritte”, en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza se puede visitar una exposición temporal (abierta desde el 14 de septiembre de 2021 hasta el 30 de enero de 2022), en la que se ha reunido un amplio muestrario (un centenar largo de obras) de la gran producción del artista, en el que no faltan cuadros con nubes, y que permite un acercamiento a la fascinante obra de este genio de la pintura. En palabras de Magritte, sus cuadros son “pensamientos visibles”, y puso todo su empeño en plasmar en ellos situaciones paradójicas que trastocan los mecanismos con los que habitualmente percibimos el mundo que nos rodea. El resultado es un interesante juego al que nos invita a participar Magritte, donde lo imposible es posible y lo real traspasa la realidad.
Uno de los recursos empleados con reiteración por Magritte en muchos de sus cuadros fue el de la metamorfosis, utilizando para ello tramas con elementos como las citadas nubes o elementos vegetales, que transforma los objetos y plantea al espectador un interesante juego visual, con una fuerte carga simbólica, que irremediablemente capta nuestra atención. Un buen ejemplo de ello es el cuadro “El regreso”, pintado en 1940, durante la II Guerra Mundial. La paloma –símbolo de la paz– es el elemento central de la obra, sobre el que el artista quiere llamar la atención. El cuadro refleja la peripecia vital del artista, quien tras escapar a Francia, tras la ocupación nazi de Bélgica, vuelve a su país. Este fue el primer cuadro de Magritte en el que combina el día (la luz, la esperanza) y la noche (la oscuridad, tiempos de guerra).
Esa situación paradójica, de combinar el día y la noche en un mismo cuadro, alcanza su máxima expresión en “El imperio de las luces”, pintado en 1954, donde podemos observar bajo un cielo azul con nubes algodonosas, una escena nocturna, dominada por una casa frente a un estanque, en la que aparecen dos ventanas con luz en su interior, y cuya fachada está iluminada por una farola, reflejándose la luz en la superficie del agua. Volviendo al mimetismo, en la exposición del Thyssen encontramos el cuadro “La alta sociedad”, que Magritte pintó hacia 1965 o 1966, poco antes de morir. Vemos en él las dos siluetas del mismo personaje (con el característico bombín), rellenadas, una de ellas, por una exuberante vegetación, y la otra, por una escena de playa, con la orilla, el mar y, una vez más, el cielo azul salpicado de nubes de algodón.
Las nubes son las indiscutibles protagonistas del cuadro “La tempestad”, pintado el mismo año que “El regreso” (1940), y compartiendo con él un simbolismo parecido. Gracias a la mezcla de objetos de escalas diferentes, ubicados en un escenario que no se corresponde con el esperado, consigue crear un mundo irreal, que percibimos como la visión de un sueño en el que se entremezclan elementos cotidianos (las nubes en este caso) en extrañas circunstancias. El juego que nos propone Magritte en este cuadro es el del cambio de emplazamiento de nubes y supuestos edificios. Los dos bloques azules que dominan la estancia, si bien deberíamos de verlos como un simple archivador y una cajonera, los identificamos al momento como sendos edificios –un rascacielos y uno más bajo–, a lo que contribuyen, sin duda, las nubes que el artista sitúa en torno a ellos.
Pensando de nuevo en la II Guerra Mundial, y en el título de la obra (“La tempestad”), una posible interpretación de lo que Magritte quiso trasmitir con este cuadro, es que las nubes de algodón, que en la zona de cielo azul del exterior son elementos que identificamos con el “buen tiempo”, se convierten en nubes amenazantes (dotadas de tonalidades grisáceas y aspecto más sombrío) en la estancia oscura donde están los “edificios”, que simbolizarían las ciudades sometidas a las acciones bélicas de la contienda militar.
Contemplar los cuadros de Magritte es una experiencia única, que nos obliga a replantear la manera en la que habitualmente percibimos el mundo que nos rodea. Tal y como hemos visto, la cotidianidad de las nubes es un recurso recurrente en la obra de ese genio de la pintura. Magritte se empeñó en situar objetos en sus cuadros en una situación insólita, lo que obliga a nuestro cerebro a reflexionar sobre lo que estamos observando. Para Magritte la pintura solo se hace visible mediante la paradoja, ya que si se limita a reproducir fielmente la realidad, el cuadro (la creación) desaparece. Este planteamiento lo ejecutó de manera magistral, recurriendo con frecuencia a las nubes algodonosas como máxima expresión de lo cotidiano.