Las efímeras nubes
Nunca veremos dos nubes exactamente iguales; lo único que se repiten son algunos patrones y elementos característicos. Tanto sus formas cambiantes como la rapidez con la que evolucionan a menudo nos sorprenden, siendo su carácter efímero una de sus señas de identidad.
Nos acompañan ahí arriba (y también aquí abajo, en el caso particular de las nieblas) desde el origen de los tiempos. La observación de las nubes siempre ha despertado nuestra curiosidad e imaginación. Podemos estar toda la vida mirándolas y cada vez encontraremos elementos nuevos que llamen nuestra atención. La variedad de nubes es asombrosa, ya que nunca veremos dos exactamente iguales; lo único que se repiten son algunos patrones y elementos característicos. Sus formas cambiantes con frecuencia nos sorprenden, lo mismo que la rapidez con la que evolucionan, siendo su carácter efímero una de sus señas de identidad.
Costó lo suyo llegar establecer una clasificación satisfactoria de las nubes, precisamente por ese carácter cambiante y su multiplicidad de formas. Dicho hito no se consiguió hasta principios del siglo XIX, gracias a la aportación llevada a cabo por el farmacéutico inglés Luke Howard (1772-1864). Hasta ese momento de la historia, los intentos por clasificarlas fueron fallidos, en gran parte porque, históricamente, nos habíamos empeñado en ver las nubes como unos objetos más de la naturaleza, en lugar de como procesos que tienen lugar en la atmósfera. La visión antigua cambió drásticamente a partir de Howard, si bien las nubes siguen siendo conceptualmente escurridizas para la mayoría de la gente.
Si preguntamos por la calle qué es una nube, la mayor parte de las personas consultadas responderán: “vapor de agua”. Se trata de una idea muy extendida, pero inexacta. El aspecto liviano y “vaporoso” de las mismas lleva a muchas personas a pensar así, erróneamente. El vapor de agua es uno de los gases traza que forman el aire, siendo su proporción y reparto espacial muy variables. Su condición gaseosa lo convierte en un elemento transparente, invisible a nuestros ojos.
Las nubes surgen en la atmósfera únicamente en los lugares y en los momentos en que se alcanzan las condiciones de condensación o sublimación del vapor de agua atmosférico, formándose microgotas y/o cristales de hielo. Así se simple y así de complejo, ya que son muchos los procesos físicos (microfísica) y químicos que actúan simultáneamente en las nubes.
Pensando en una nubecita de algodón –un pequeño cúmulo de buen tiempo–, si fijamos nuestra atención en ella y nos percatamos de que mantiene aproximadamente su mismo tamaño y forma durante algún tiempo, podemos estar seguros de que la creación de gotitas de nube está compensada con la destrucción de las mismas; dicho de otro modo, la evaporación y la condensación están en equilibrio. La rotura de dicho equilibrio hace que la nube evolucione. Si se evaporan más gotitas de las que se forman, la nubecita reducirá su tamaño y terminará desapareciendo (disipándose). Si, por el contrario, el proceso dominante es la condensación, el cúmulo engordará y surgirán otros a su alrededor, ocupando las nubes cada vez una porción mayor de bóveda celeste.
Ese es “el juego de las nubes”. Si ampliamos nuestra visión a todo el globo terráqueo, tenemos zonas de la Tierra donde la cobertura nubosa es mucho mayor que en otras, en las que dominan los días de cielos poco nubosos o despejados. Lo podemos ver en la figura anexa. Las grandes áreas desérticas, donde el aire tiene muy poco contenido de vapor de agua, apenas están cubiertas de nubes, lo que contrasta fuertemente con el ámbito tropical, donde el aire está muy cargado de humedad y están continuamente formándose nubes.
Estas grandes diferencias entre unas zonas y otras son determinantes en la dinámica atmosférica y en los distintos climas terrestres. Las nubes desempeñan un importante papel en el sistema climático, debido a los procesos físico-químicos implicados en ellas, de ahí que también su evolución futura arroje claves sobre el cambio climático.