Aquellos tórridos veranos de los años cincuenta en el pueblo
La vida en los pueblos durante los tórridos veranos a mediados del siglo pasado era muy distinta a la que conocemos ahora. En muchos casos, no habían calles asfaltadas, teléfono o agua potable. ¿Cómo era el día a día?
Lo que voy a contar son experiencias personales que me vinieron a la mente en estos días de temperaturas extremas que hemos tenido que soportar, y en los que todos nos quejábamos ante el intenso calor que hemos sufrido en una ya histórica ola de calor.
En aquellos tiempos de mí ya lejanísima niñez, cuando a mi padre le daban las vacaciones en julio o agosto nos íbamos a la casa de mi abuela materna en el pueblo, Alcolea del Río (Sevilla), un hermoso e histórico pueblo andaluz a orillas del Guadalquivir, eminentemente agrícola, con todas las fachadas blancas –encaladas- para mitigar el calor y en el que vivían unas 3.000 personas.
Veranos sin agua potable o teléfono, y con calles que no conocían el asfalto
Hasta finales de los años cincuenta, aunque parezca mentira, las calles estaban aún sin asfaltar (como en infinidad de pueblos pequeños de España), por lo que cuando llovía varios días seguidos, se formaban grandes charcos y después, con el paso de los carros y los animales, se convertían en un barrizal.
Pero ahí no quedaba todo. A esto hay que añadir que no había agua corriente en las casas. Allí, en nuestro patio, existía un pozo del que se sacaban cubos de agua, pero no era potable y solo servía para lavarnos. La ducha consistía en echarnos uno de esos cubos por la cabeza, y para lavarnos las manos se empleaba una palangana.
El agua potable la traía un paisano en carro-cisterna. Iba pregonando su proximidad y la gente salía a las puertas de sus casas con cantaros o barreños. Si se necesitaba más, como era nuestro caso, había que ir a la fuente que estaba en las afueras del pueblo con uno o dos mulos para llenar los cántaros que se precisaban.
No había más más teléfono que el de una centralita a la que había que acudir para poner una conferencia que podía tardar horas hasta que te conectasen con quien habías pedido. Por supuesto, tampoco había frigorífico. Disponíamos de una nevera, pero para que su interior estuviese fresco era necesario ir a la fábrica de hielo a comprar unas barras que se transportaban liadas en sacos hasta la casa, donde se troceaban y se metían en ese invento rudimentario llamado nevera.
Casas que eran hornos en verano, y noches en el patio disfrutando del cielo estrellado
Ese era el panorama al que nos enfrentábamos a los 40 ºC o más (exactamente como ahora, pero sin los medios de que hoy disponemos), aunque no se les llamaba ola de calor. Esa denominación fue muy posterior. Cuando era la hora de acostarnos, la parte alta de la casa, lo que allí se llama “soberao”, vagamente recuerdo que aquello era un horno, por lo que muchas noches mi padre y mi tío sacaban colchones al patio, junto al pozo, y allí pasábamos la noche oyendo el grillar de algún grillo.
Antes de dormirme miraba con asombro el firmamento completamente estrellado, que en la ciudad no se podía ver debido a las numerosas luces que la alumbraban. Mi padre me enseñó a distinguir la estrella polar, la osa mayor y la osa menor. El amanecer era “amenizado” por el sonido de la chicharra, y cuando el sol comenzaba a despuntar nos recogíamos al interior. En más de una ocasión nos sorprendió alguna tormenta y nos mojábamos por lo que había que salir corriendo con gran jolgorio de los pequeños.
Al final de la década el pueblo comenzó a modernizarse a pasos agigantados. Llegaron casi al unísono el agua corriente, el asfaltado de las calles y el teléfono a algunas casas. Como veis, los niños de entonces no teníamos, ni mucho menos, lo que tienen los de ahora, pero no echábamos de menos lo que nunca habíamos tenido y éramos tan felices o más que estos.